lunes, 9 de julio de 2012

Piano de cola, estatuas de seda

Cuando llegamos a casa ya estaba tocando. De los compases de la música intuimos que estaba alegre. Se veían más allá de los cristales las figuras verdosas que tanto la inspiraban. Se sentía en el aire el olor a teclas de piano, y yo sentía en mis profundidades el tacto a distancia de su vestido, el de color difuminado, el de una sola pieza, el que un día arrugué hasta arriba.

Nunca me llegó a gustar esa sala. Demasiado grande para sensaciones tan frágiles. En primavera respiraba profundamente antes de entrar, pero una vez que había entrado me quedaba pequeño; incluso me bailaban los zapatos en su intento vano de sujetarme los pies, que se movían al compás de lo que tocara ella.

Y en verano... en verano ya no había clases. Le llevaba un tocadiscos y nos poníamos a bailar. Pero yo sabía que después de los tramos interminables de escaleras de su casa, a metros de altura de la calle, estaría yo después solo sin saber qué hacer sin ella. Bailar no me servía de nada; sólo para adorarla.

Pero un día escuché una conversación. Un señor forzudo y con anteojos, con aspecto de domador de leones en un circo y con voz de gigante de los cuentos de leyenda, hablaba con un señor pequeño, que iba vestido de traje de etiqueta y tenía un minñusculo bigote, aparte de que iba perfectamente repeinado hacia atrás con gomina. Dijeron algo sobre ella que me hizo sentir en la cara un pinchazo interminable: que lo mejor sería mandarla fuera.

Nunca quise preguntarle de dónde era. Su acento afrancesado no le impedía expresarse en un español perfecto, y cuando le hacía preguntas notaba que su mejor respuesta era callarse, sobre todo porque la baronesa estaba siempre rondando el salón.

Qué personaje, la baronesa. Con más de concuenta años y vestida siempre de negro, había protagonizado películas mudas y ahora era diva de un pintor que además controlaba todo el latifundio. Cada vez que me veía aparecer, a la baronesa se le cambiaba el semblante. Se colocaba un único y ridículo cristal en un ojo, se ponía recta y me saludaba con una sonrisa que nunca se abría por completo. Luego, con un mantón negro que hacía de ala, extendía su brazo para ofrecerme mi sillón habitual al lado de ella.

Ella siempre tenía un vaso de agua encima del piano. Agua con gas. Y las partituras. Y un cuaderno con pentagramas vacíos.

Todo eso era al principio. Un día, yo había llegado por casualidad montado en mi caballo. Quería entrevistar a la baronesa para que permitiera a nuestra fundación utilizar sus películas como forma de darnos a conocer. Pero el caballo se volvió loco, me tiró al jardín y me golpeé la cabeza con una de las estatuas. Cuando desperté, Sara Owerleigh me estaba cuidando mientras se reía a carcajadas. Aquel día me contó que la baronesa se había enfurecido al verme llegar, y que ella misma había activado el mecanismo para que todas las avispas del jardín salieran a atacar a mi caballo. Sólo le picaron dos o tres, y cuando la baronesa se dio cuenta de quién era yo, es decir, cuando se dio cuenta de que yo no era mi padre, se arrepintió y, entre sollozos, quiso detener al caballo. Pero ya era demasiado tarde. Y me quiso compensar.

Una de las mejores películas de la baronesa, cuyo título traduzco como "La impertinencia de Madame Vismal", contaba mi propia historia. Pero yo no lo sabía. Ni Sara tampoco. La baronesa, conocida en todo el mundo por sus poderes de adivinación, había grabado en los años veinte del siglo veinte una película sometida a un profundo trance hipnótico. Con el tiempo se ha sabido que muchas películas mudas se grabaron así. En aquella ocasión algo falló: en lugar de crear en la artista una regresión al pasado, útil para expresar sentimientos relacionados con su primera juventud, lo que se le provocó fue una aproximación al futuro. No me pregunten cómo.


Les seguiré contando más tarde. Aquí llega otra vez la baronesa. Pero ahora estamos en Alemania. Bueno, cualquiera podría llamarlo Alemania, pero...