Estuve en la cárcel, pero aún no te lo había dicho. No sabía si iban a encerrarme de nuevo, y quería estar seguro antes de querer algo contigo.
Mi compañero de celda era un forzudo que jamás me dejó dormir. Aprendí a dormir mientras comía, o mientras me fumaba un cigarro, o mientras me duchaba. Si él estaba cerca me golpeaba para que no diera cabezadas.
El director de la cárcel decidió que nunca me ayudaría. Yo, por mi parte, le rogué que no lo hiciera. Estaba tan arrepentido de haber partido los dos brazos de aquel policía cuando me asltó creyendo que era un enemigo, que sólo me sentía tranquilo bajo las drogas. Pero, al estar éstas prohibidas, no dormir era mi mejor antídoto.
No sentí mis órganos del cuerpo desde el tercer día sin sueño. Me caía con frecuencia, iba al baño una o dos veces al día, me duchaba una o dos veces por semana... y comía las sobras de los demás. Esto último no lo elegí yo. Lo eligió el sueño: si no duermes no puedes comer.
Cuando no aguantaba la necesidad de dormir, me sumergía en agua ardiendo o en agua helada. Te parecerá increíble, pero no reaccionaba enseguida. Y era muy, pero que muy efectivo temer que yo era una segunda persona que me sumergía en esos suplicios al primer síntoma de debilidad.
Envejecí. Según mis cálculos, duraría vivo lo que vive un perro si seguía así. Sabía, en el fondo, que saldría de la cárcel antes como hombre que como perro, por mucho que ladrara y mordiera cada vez que me ponían por delante los restos de comida.
De noche era durísimo. Ya sin capacidad para dormir, mi cuerpo se apagaba como una vela que se termina. Pero en la propia puerta de la celda, entre los barrotes, había un sistema de cuerdas (vigilado y puesta a punto por el funcionario) que igual me llenaba de avispas (que me agujereaban incluso el alma) que me inindaba de aguas residuales. Siempre lo mismo me habría hecho invulnerable, claro.
Un día ya fue increíble. Había en ese cubo minúsculas trampas de ratones que alguien diseñó para mí a conciencia. Se me clavaron en los párpados, en las orejas, en cada dedo. Tanto me dolió, que durante tres días ni siquiera pude dar cabezadas. Fue entonces cuando, por una larga semana, conversé con unos loros ficticios (que veía y tocaba), que repetían todo lo que yo pensaba.
Fueron ocho meses de condena. Supongo que dormí en total, si sumamos los segundos, dos días. Vi de todo. No puedes imaginártelo. Incluso llegué un día al infierno, donde por unos instantes me sentí mucho mejor.
Estás delante de un ser único. Algún día tenemos que pasar juntos tres o cuatro días sin dormir. Será nuestro aperitivo. Te quiero.
Mi compañero de celda era un forzudo que jamás me dejó dormir. Aprendí a dormir mientras comía, o mientras me fumaba un cigarro, o mientras me duchaba. Si él estaba cerca me golpeaba para que no diera cabezadas.
El director de la cárcel decidió que nunca me ayudaría. Yo, por mi parte, le rogué que no lo hiciera. Estaba tan arrepentido de haber partido los dos brazos de aquel policía cuando me asltó creyendo que era un enemigo, que sólo me sentía tranquilo bajo las drogas. Pero, al estar éstas prohibidas, no dormir era mi mejor antídoto.
No sentí mis órganos del cuerpo desde el tercer día sin sueño. Me caía con frecuencia, iba al baño una o dos veces al día, me duchaba una o dos veces por semana... y comía las sobras de los demás. Esto último no lo elegí yo. Lo eligió el sueño: si no duermes no puedes comer.
Cuando no aguantaba la necesidad de dormir, me sumergía en agua ardiendo o en agua helada. Te parecerá increíble, pero no reaccionaba enseguida. Y era muy, pero que muy efectivo temer que yo era una segunda persona que me sumergía en esos suplicios al primer síntoma de debilidad.
Envejecí. Según mis cálculos, duraría vivo lo que vive un perro si seguía así. Sabía, en el fondo, que saldría de la cárcel antes como hombre que como perro, por mucho que ladrara y mordiera cada vez que me ponían por delante los restos de comida.
De noche era durísimo. Ya sin capacidad para dormir, mi cuerpo se apagaba como una vela que se termina. Pero en la propia puerta de la celda, entre los barrotes, había un sistema de cuerdas (vigilado y puesta a punto por el funcionario) que igual me llenaba de avispas (que me agujereaban incluso el alma) que me inindaba de aguas residuales. Siempre lo mismo me habría hecho invulnerable, claro.
Un día ya fue increíble. Había en ese cubo minúsculas trampas de ratones que alguien diseñó para mí a conciencia. Se me clavaron en los párpados, en las orejas, en cada dedo. Tanto me dolió, que durante tres días ni siquiera pude dar cabezadas. Fue entonces cuando, por una larga semana, conversé con unos loros ficticios (que veía y tocaba), que repetían todo lo que yo pensaba.
Fueron ocho meses de condena. Supongo que dormí en total, si sumamos los segundos, dos días. Vi de todo. No puedes imaginártelo. Incluso llegué un día al infierno, donde por unos instantes me sentí mucho mejor.
Estás delante de un ser único. Algún día tenemos que pasar juntos tres o cuatro días sin dormir. Será nuestro aperitivo. Te quiero.