jueves, 9 de octubre de 2014

Nos caímos bien

Estábamos en casa, pero nadie nos veía. Hacíamos lo posible por ser, al fin, invisibles. Lo que pensábamos rebotaba en el ambiente, que se llenaba de pelotas de goma cargadas de intenciones. Habíamos hecho las maletas para quedarnos. Dentro de la casa de caracol de cada uno, imaginando luces confortables que se verían desde fuera, intuimos el futuro para hacerlo presente cierto.

A nuestro lado, sentadas en el sofá, las dos chicas anfitrionas repasaban sus canciones. El recital estaba a punto de empezar. Todos cantaríamos juntos, de pie, frente a un único micrófono, y ése sería el futuro visto desde ya. 

Se pusieron en marcha los altavoces. Las luces se dejaron tenues. Los murmullos se fueron haciendo más suaves. Parecía que había ahora más gente. 

Si alguna vez estás sentado en un sofá y sueñas con la música, en realidad no sueñas: estás ahí como yo estuve. Por eso, cuando te caigan bien tus amigos, y cuando sepas que tu camino va a ir paralelo al de ellos, sabrás que yo pasé por eso antes. 

En un ciclo de idas y venidas, mientras sonaban por los altavoces los acordes, unimos nuestros ánimos y decidimos que esa mañana se inmortalizaría. Llenamos vasos y tazas de té y café, pusimos en la mesa bocadillos de colores, y también pusimos en marcha grabadoras de audio y vídeo. De todas formas, todo quedaría grabado en la memoria colectiva.

Oímos en la calle la sirena de un barco y el ladrido de muchos perros. Oímos también el movimiento de las olas del mar, y pudimos inundarnos del olor a salitre de la comarca. Si yo hubiera estado allí antes...

Pero, claro: yo tenía otra profesión. Trabajaba la madera. Daba forma a troncos de árboles. Muchos de los instrumentos que construí sonaban ahora entre nosotros. Acompañaban a las voces, que empezaban ya a cruzar con sus vibraciones el aire lleno de fragancias. Porque no sóio estaban el té y el café, sino también las camisas, las camisetas, los perfumes sobre la ropa, los olores de cada cabello.

El que tocaba la flauta tenía cara de loco. Parecía alimentarse cuando tocaba, con dedos frenéticos, su flauta antigua pegada en decenas de pedazos. Salía el aire por sus rendijas y representaba en mis oídos una atmósfera que nunca había conocido. 

Empezó a cantar Sara, una de las anfitrionas, vestida con unos vaqueros ajustados y camiseta blanca, con pelo largo y brillantemente negro, con zapatos negros de salir de noche, sin tacón pero con brillo. Prefería cantar sentada, y así se quedó mientras yo empecé a acercarme a ella arrastrándome en el sofá. Quería oír su voz sin altavoces, y oler su pelo sin desconcentrame de mi instrumento: el bajo. 

Quien toque estas melodías tiene que saber que, por lo menos, deberán ser duraderas, crear un espacio, engañar al tiempo, aspirar al recuerdo ajeno. Y así las estuvimos tocando. Gente extasiada, enamorada, perdida en los demás, que sienten en sus muslos la presión que ejercen sus cuerpos sobre la funda del sofá, que aspiran el vapor formado por el té y el café, que se enamoran cada segundo de sí mismo y de los demás mientras se sienten jóvenes y entusiastas. 

Sara y yo nos caímos bien. Miramos juntos las ventanas de enfrente mientras ella no paraba de cantar (con ojos húmedos y la cara humedeciéndose brillante), y así estuvimos horas. Mientras estábamos allí llegó la tarde. Los demás habían seguido y enriquecido nuestras melodías, pero no nos habíamos dado cuenta. Nos hicieron un resumen en cuanto nos separamos unos instantes. Fue gracioso, porque el chico alto trajeado, que llevaba todo el día con una guitarra eléctrica en la mano, la enchufó a un amplificador y dijo: "Así ha sonado lo vuestro; a ver si lo mejoro", y tocó para todo el grupo lo que parecían los sonidos típicos de un montón de gatos metidos en una pelea de barrio. Claro, lo tuvimos que entender: "Pesaos, que sois unos pesaos. Vamos a tomarnos una cañas ¿no?". 

Cogimos cigarrillos, chaquetas de entretiempo y monedas sueltas y bajamos al bar de abajo. Nadie sospechaba que lo estábamos haciendo todo hacia el futuro, ni que Sara y yo nos caímos tan bien que los conciertos se repitieron en su versión íntima y unplugged cada vez que volvimos a vernos. 

Ahora tú no lo estropees. Imagínate una canción, vuélcala en tu mente, arréglala y dala a conocer para que esto no se pierda. Aprueba tus exámenes, sal a buscar novios, ten muchos amigos, pero sé también música.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Jamás había reparado en la belleza onírica de esta playa. Parece diseñada para mí, o incluo por mí misma.
 - No te rindas. Sigue en la onda. No es necesario que te vayas todavía. Tienes que estar serena. Todos te quieren.

Hay varios pantanos. Los separan verjas que no puedo saltar. Contienen aguas turbias, marrones. Me dan miedo.
- De ahí vienes tú, princesa, pero no te rindas, no todavía. Mantén en tus labios el sabor afrutado de la última noche que dormiste de verdad, en tu enorme alcoba, protegida de los mosquitos, con sabor a mermelada de melocotón en los labios. 

¿Sabes, Arturo? Te veo entre las capas de niebla, pero no sé por qué no vienes, si deseo con fuerza besarte las mejillas, si lo único que quiero es entrar contigo al agua, nadar en círculos, secar la ropa fuera, vibrar con el frío. Eres mi amado y pareces una imagen de espejo.
- Resiste, preciosidad, pero no me llames Arturo. No sé quién puede ser ese caballero, pero tendrá que vérselas conmigo. No permito intrusos entre tú y yo. Vivo dentro del veneno si pienso que me dejas. ¡No te bañes en los pantanos, vuelve a casa! 

Anoche me reí muchísimo. Me vi en un lugar extraño, yaciendo en una cama con una sábana blanca, cubierta por una sábana verde, con puntas de arbustos en los brazos y muuuuuchos amigos duendes que bailaaaaaban y bailaban haciendo círculos a mi alrededor.
- Era su bienvenida, mi amor: te estaban rindiendo honores. No era nada de lo que temer. Volverás pronto, Sofía, y ya verás como te adaptas. Te explicaré lo que son los coches. Te explicaré lo que es un teléfono. Todo saldrá bien. A mí ya me fue bien antes. 

Estética en pruebas

Al mirar por la ventana,
cuando las hojas dan vueltas
y se disponen en espiral,
sólo para que yo las vea,
lo que siento aún no está escrito
y por eso, al escribirlo, tengo que ser responsable.

Tengo que reflejar
en un trozo de papel,
el papel que estás leyendo,
una idea que está en el aire,
en trozos de viento que son los que yo capto,
como señales difusas, 
como movimientos en vano, 
como tijeras que cortan el vacío
para luego sortarme también la razón.

Hace un día de perros.
Corren por las calles
de la ciudad que los acoge,
juegan graciosos entre ellos,
son más inocentes que nosotros.
Ven las hojas que yo veo,
con sus espirales,
pero las integran en sus esquemas,
las viven de otra manera,
de manera perra.

Y puedes ponerme delante
robots inteligentes que hablen,
que salten, que maten...
No llegarán nunca
donde el perro ha llegado,
nunca gracias al hombre,
que no sale de sí mismo y simplemente sobrevive,
aunque no lo sabe,
aunque se ve triunfando,
aunque se cubre de éxito a medida,
aunque se pone a girar también
dentro de espirales literarias,
o filosóficas, o incluso fantasiosas...

Y no sabe nada.

 

Supraeléctricos

¿Le has visto? ¿Te has dado cuenta de como va vestido? Hace unos años era un punky y se enamoraba con la misma facilidad que ahor. La diferencia es que ahora es eléctrico. Se pasea por las calles transmitiendo corriente y haciendo sentir vibraciones. Las antenas de televisión se vuelven locas: ¡se acabó la señal! ¡En lugar del partido de fútbol aparecen imágenes absurdas!

Hace poco, sin poder evitarlo, electrocutó a un gato. Yo estaba andando por allí cerca, y de pronto vi al gato saltando por toda la calle, y a unos turistas japoneses disparándole fotos. Seguramente están en Internet. Me reiré mucho si las encuentro.

Yo creo que este tío fue punky sólo para disimular los receptores eléctricos que creo que tiene en su cabeza. No todo el mundo tiene tecnología incrustada, pero él sí, seguro que sí...

...Porque, si no, ¿por qué se dejó esa cresta? ¿Y por qué me vibra el cuerpo, de arriba a abajo, cada vez que se me cruza? A veces no le veo pero le siento cerca. Entonces, me doy la vuelta y le veo hablando solo: schhhs schhsss chhssss ssssshhheeee. Sí, parece que así es como se recarga. Un beso mío seguro que le recargaría el triple.

Una vez tropezamos. ¡Sí, tropezamos! Al doblar una esquina... no había nadie aún... Pero justo después de la esquina había una exposición de robots, esos de último modelo que siempre sacan fuera para que la gente los desee, y me atrajo TANTO, me sedujo TANTO una vez que estuve cerca, que el campo magnético de los robots se unió a mi excitación y acabé propulsada hacia su pecho... ¡y como fue algo magnético, nos quedamos pegados los dos, y los dos cuerpos encajaban! Después de eso jamás pude volver a estar sola sin sentirme vibrar... Electricidad residual... Baterías contaminadas... Humedad destructiva...

Cuando escribo estas cosas, mis dedos lanzan pequeñas chispas de luz azulada sobre las teclas... ¡Y eso que son de plástico! Y he cambiado la disposición de mi cuarto: ahora es el salón, y los invitados dicen que el nuevo salón es demasiado claustrofóbico.

Una vez vino a dormir a casa una amiga que practica el tarot. Sus programas de televisión son una frikada, porque se pone a predecir el futuro de cualquier cosa. Por ejemplo, sabe lo que va a pasarfles a los robots que exponen fuera de la tienda. Dice que uno de ellos se transformará en el líder de los demás y que se pondrán en huelga para protestar por las interferencias de las WIFIs en sus interacciones.

Cuando esa amiga mía llegó aquí, notó presencias. Presencias eléctricas. Yo, claro, me empecé a reír, aunque también me asusté porque mi corazón, eso lo sabía bien, funcionaba por punkyelectricidad. Las dos juntas, abrazadas en un extraño ritual parafísico, atarajimos la fuerza de la electricidad hacia nosotras y fue más fuerte que fumarse una caja de porros. Se nos metían las vibraciones en el vientre y no podíamos parar de reír. "Si mi novio supiera esto", me dijo. Y yo, flipada pero con ganas de ser coherente, le dije: "Tráete a tu novio aquí un día; ya verás cómo dejáis de pelearos después de esto".

Os seguiré contando cosas. Está claro que seguirán pasándome.

lunes, 9 de julio de 2012

Piano de cola, estatuas de seda

Cuando llegamos a casa ya estaba tocando. De los compases de la música intuimos que estaba alegre. Se veían más allá de los cristales las figuras verdosas que tanto la inspiraban. Se sentía en el aire el olor a teclas de piano, y yo sentía en mis profundidades el tacto a distancia de su vestido, el de color difuminado, el de una sola pieza, el que un día arrugué hasta arriba.

Nunca me llegó a gustar esa sala. Demasiado grande para sensaciones tan frágiles. En primavera respiraba profundamente antes de entrar, pero una vez que había entrado me quedaba pequeño; incluso me bailaban los zapatos en su intento vano de sujetarme los pies, que se movían al compás de lo que tocara ella.

Y en verano... en verano ya no había clases. Le llevaba un tocadiscos y nos poníamos a bailar. Pero yo sabía que después de los tramos interminables de escaleras de su casa, a metros de altura de la calle, estaría yo después solo sin saber qué hacer sin ella. Bailar no me servía de nada; sólo para adorarla.

Pero un día escuché una conversación. Un señor forzudo y con anteojos, con aspecto de domador de leones en un circo y con voz de gigante de los cuentos de leyenda, hablaba con un señor pequeño, que iba vestido de traje de etiqueta y tenía un minñusculo bigote, aparte de que iba perfectamente repeinado hacia atrás con gomina. Dijeron algo sobre ella que me hizo sentir en la cara un pinchazo interminable: que lo mejor sería mandarla fuera.

Nunca quise preguntarle de dónde era. Su acento afrancesado no le impedía expresarse en un español perfecto, y cuando le hacía preguntas notaba que su mejor respuesta era callarse, sobre todo porque la baronesa estaba siempre rondando el salón.

Qué personaje, la baronesa. Con más de concuenta años y vestida siempre de negro, había protagonizado películas mudas y ahora era diva de un pintor que además controlaba todo el latifundio. Cada vez que me veía aparecer, a la baronesa se le cambiaba el semblante. Se colocaba un único y ridículo cristal en un ojo, se ponía recta y me saludaba con una sonrisa que nunca se abría por completo. Luego, con un mantón negro que hacía de ala, extendía su brazo para ofrecerme mi sillón habitual al lado de ella.

Ella siempre tenía un vaso de agua encima del piano. Agua con gas. Y las partituras. Y un cuaderno con pentagramas vacíos.

Todo eso era al principio. Un día, yo había llegado por casualidad montado en mi caballo. Quería entrevistar a la baronesa para que permitiera a nuestra fundación utilizar sus películas como forma de darnos a conocer. Pero el caballo se volvió loco, me tiró al jardín y me golpeé la cabeza con una de las estatuas. Cuando desperté, Sara Owerleigh me estaba cuidando mientras se reía a carcajadas. Aquel día me contó que la baronesa se había enfurecido al verme llegar, y que ella misma había activado el mecanismo para que todas las avispas del jardín salieran a atacar a mi caballo. Sólo le picaron dos o tres, y cuando la baronesa se dio cuenta de quién era yo, es decir, cuando se dio cuenta de que yo no era mi padre, se arrepintió y, entre sollozos, quiso detener al caballo. Pero ya era demasiado tarde. Y me quiso compensar.

Una de las mejores películas de la baronesa, cuyo título traduzco como "La impertinencia de Madame Vismal", contaba mi propia historia. Pero yo no lo sabía. Ni Sara tampoco. La baronesa, conocida en todo el mundo por sus poderes de adivinación, había grabado en los años veinte del siglo veinte una película sometida a un profundo trance hipnótico. Con el tiempo se ha sabido que muchas películas mudas se grabaron así. En aquella ocasión algo falló: en lugar de crear en la artista una regresión al pasado, útil para expresar sentimientos relacionados con su primera juventud, lo que se le provocó fue una aproximación al futuro. No me pregunten cómo.


Les seguiré contando más tarde. Aquí llega otra vez la baronesa. Pero ahora estamos en Alemania. Bueno, cualquiera podría llamarlo Alemania, pero...

domingo, 19 de junio de 2011

Simpáticos pájaros

En las selvas remotas de La Gran Víbora, casi escondidos en cuevas que ni salen en los mapas, viven unos pájaros de colores cuyo misterio he descubierto yo hace poco.

Todo ocurrió cuando sobrevolábamos en uno de los helicópteros de la compañía. ¡Sí: aquéllos que casi no vuelan, que tienen hélices que parecen siempre a punto de detenerse!

Lidia viajaba con nosotros. Yo llevaba ya dos noches y dos días sin dormir, y Dimitri más de tres. Su barba, espesa y misteriosamente brillante, se movía temblorosa mientras decía: "Tagoba, me lo dijo Tagoba, y como me lo dijo Tagoba tiene que ser verdad".

Después de tres noches sin dormir y adentrándose en la cuarta, entre las frases que repetía de forma casi delirante estaba ésa. Según él, un tal Tagoba le había prometido que en La Gran Víbora era donde estaba el artilugio: esa verdadera isla flotante que se elevaba en el cielo, y donde los que entraran podrían gobernar el tiempo como si fuera el cuadro de mandos de una nave espacial.

Yo era todavía muy joven para desdeñar las aventuras, y por eso fui gustoso a la expedición.

Bueno, en realidad me convenció Lidia.

Un día, estaba yo en el museo Sístole-Diástole admirando las "Fechorías Galácticas" de Fischer Pavel II. ¡Óleos de astronaves, invasiones espaciales, OVNIs, polvos cósmicos! ¡Ufff, estaba flipando, y no me podía creer lo que estaba viendo. Tanto, que cuando de repente vino hacia mí una chica rubia, con melena corta y andares medio aristocráticos con su falda blanca casi amarilla (Lidia), no os podéis imaginar el grito que di. ¡Y a ella la asusté, desde luego que la asusté! De un salto dio media vuelta y se marchó corriendo. Yo me quedé perplejo, alucinando de cómo había pensado que ella era la extraña entre tanto extraterrestre, y de repente, en un golpe de calor que me llenó la cara, me empecé a reír solo.

Pero no hizo falta que siguiera solo, ya que oí como ella lloraba de risa en la sala contigua, la de Mohammad Culad y su "Filología de la Memoria", con las piernas desesperadamente cruzadas y los ojos muy abiertos, con lágrimas por toda la cara.

En esos días yo llevaba gruesas patillas, y tenía el pelo crecido tanto a lo alto como a lo ancho. Me gustaba el whisky y escuchaba música "fanta" japonesa, con la que me creo que son gatos en celo los que cantan. Me pasaba horas componiendo música, y me encarraba en hoteles de mar o de montaña para preparar mis creaciones, que firmaba con el pseudónimo de Saco en Movimiento. Por supuesto, toda mi música sonaba en vinilo, que era el formato con el que crecí envuelto en sonido.

Bueno, Lidia y yo nos acercamos mutuamente sin parar de reír, y su primera broma fue: "¿Te habrías asustado menos si hubieras visto pájaros de colores por encima de tu cabeza?",

Unos días después, en el night club silencioso La Paliza, entre escenas de un erotismo casi adolescente, fue cuando Lidia me dijo que esos pájaros existían, pero en una isla cuya existencia se dudaba.

Yo le pregunté que cómo era posible eso; si la isla no existía, ¿cómo iban a existir los pájaros? En lugar de responderme, tras rebuscar en su bolso me ofreció el folleto de la promoción para ir en helicóptero al Gran Oeste Galáctico. Estaba borracho, y firmé un papel lleno de líneas que resultaron ser la letra pequeña de un contrato de exploración a tiempo real, "sin incluir opción supercuerda". ¿Os imagináis como me reí cuando, a la mañana siguiente, tras despertarme y prepararme el desayuno, me encontré con el contrato en las manos?

La cuestión es que era un verdadero contrato, y ahora llevaba dos días sin dormir en un helicóptero donde el conductor, que era Dimitri, parecía invencible tras los mandos.

Al llegar a cierto punto de las montañas descubrimos que todo era rojo: ¡era como estar envuelto en pólvora o azufre! Y flotaban cosas en el aire. Había moléculas de polvo que no eran moléculas, sino arañas casi invisibles que no parecían necesitar sus telas. Había también sonidos, pero desgarradores. Venían de gargantas que parecían humanas, pero a la vez sonaban como máquinas. Un descubrimiento para los sentidos.

¡Ja, pero menuda sorpresa nos llevamos cuando unos seres verdes nos salieron al paso besando la tierra, sonriendo con los ojos y diciéndose unos a otros rumores al oído!

¡Qué fuerte!: nos tendieron una alfombra roja por el suelo y nos dijeron: "¡¡Como en Hollywood!!", todos juntos al unísono. Como no sabíamos qué hacer, en parte porque creíamos que los días sin dormir nos estaban afectando, ¡se acercó uno de los seres, que iba con corbata por encima de la piel, y con voz de actor de cine nos dio paso a su galería!...

...

Seguimos en contacto

Hubo un tiempo en que otros cantaron, tocaron instrumentos, bailaron. Generaciones más tarde, siglos más tarde, la armonía de sus acordes nos puede hacer cambiar, sentirnos diferentes, incluirnos como huéspedes en entornos de leyenda, donde eran otros los parámetros.

Seguimos en conexión. Si queremos, en lugar de confiar en la posibilidad de vida en el espacio exterior, podemos atravesar lo que otros han dejado. Podemos recrearnos en la historia y su música. Podemos relativizar nuestra tristeza, nuestros argumentos, nuestro yo, porque son simplemente actuales.

El perro y las sorpresas matinales

Es increíble cuando me doy cuenta de que la mente puede estar en frágil sintonía con el cuerpo. Y que puede ayudar a la imaginación, dando sensualidad a las percepciones.

El perro juega con la arena del parque mientras la niña, que está creciendo, suspira por cosas de la vida que ella ve de colores cuando las piensa.

Tiene un vestido con el que se mueve en una danza que le eleva el ánimo. Si ve pasar a un señor que anda pesadamente, o a una pareja que habla de asuntos cotidianos, se les queda mirando e interpreta.

Cuando interpreta a los demás se comprende a sí misma. Sus deseos son sólo una pequeña partícula si los comparamos con todo lo oculto que hay en las personas.

El perro la observa. Tumbado en la arena, con los ojos adormilados y la cola en continuo balanceo, sus pensamientos también existen. La gran ciudad no es como la pequeña, y donde antes había brisa marina ahora hay viento seco. Pero ahora es verano. La libertad es mayor en el aire. Los niños vuelan con la mente, y el mundo se multiplica según su deseo. Cuando sean adolescentes, el mundo lo harán juntos a conciencia.

A su manera, la niña y el perro son piezas del mundo.

Perfiles

Dentro del palacio, los relámpagos (de al menos 400 ultravoltios de potencia) nos anuncian el cataclismo. Las efigies (negras, brillantes, de bronce) tiemblan, y una de ellas es tu vivo retrato.

¡Eh, hay otra que se te parece! Aunque ninguna de ellas tiene pelo y a primera vista parecen idénticas, fíjate: ¡parece tu hermana gemela! Y tú que estabas tan seguro de ser hijo único...

Alégrate. Sería demasiado si tuvieras que soportar el YO de tu propia efigie mirándote bajo la luz ultranatural de los relámpagos. Tan serio, tan demacrado, tan antihéroe. En cambio mira a tu hermana. Parece que disfruta, como disfrutan algunos humanos bajo una tormenta.

¿Qué ha sido eso? ¡No, idiota, mira hacia allá! Una ventana. Detrás ladra un perro. ¡Está a punto de atacarte! Pero mueve la cola. No te hará nada.

No te extrañes de que el perro no sea una estatua. Además, ¿qué crees que fue en la vida anterior?

Qué perro más simpático. Trae algo en la boca. Un periódico. ¡No!: un pergamino. Antes de que te acerques, te gruñe para que no des un paso más.

¿Cómo? ¡Es tu hermana; está acariciándolo mientras te da una pelota y te dice "Tírasela". Le haces caso, y cuando el perro salta hacia la pelota deja el pegamino en el suelo. Vaya, parece un mensaje para ti. Lo firma tu grupo favorito. Quieren saber si estás dispuesto a que te dediquen su nueva canción.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Interrogaciones

¿Por qué haces esto? ¿Por qué te pones a escribir, cuando en realidad sólo buscas consuelo? ¿Por qué ahuyentas del camino, a patadas, todas las piedras que tus enemigos te tiraron?

Escucha: yo no te cuestiono. Tampoco te critico. Solamente espero. Mis preguntas van del altavoz hacia adentro, no del altavoz hacia afuera. En cambio, de tu garganta salen acusaciones que nadie entiende.

¿Por qué preferiste jugar tanto en lugar de alegrarme la vida? ¿Por qué intentaste sacar brillo a tus huesos mientras era mi sangre la que cambiaba de color? Una vez fuiste donde yo estaba y empezaste a juzgarme, y eso lo hacías cuando todo había vuelto a empezar. Yo iba por un sitio, tú por otro, y cuando todo volvió a empezar subsanaste el problema como el fontanero que hace correr el agua por las tuberías.

Me he inspirado en ti para perder la cabeza. Me he entusiasmado contigo cuando veía números por todas partes. He aguantado sensaciones negativas y las he convertido en explicaciones para justificar la vida.

Cuando escribo en papel amarillo se abre la puerta, la cassette se detiene porque ha llegado al final, toda la cinta queda ahora a la izquierda, y todo sigue y sigue y sigue. Sigue. Emociona. Arrastra.